Y/o La verdadera y triste historia de la Milita desalmada y de sus muchachas desdichadas.
Y/o El culto a Milita y el dar placer a los extraños.
Y/o: aquí tener celos es pecado mortal.
En un rincón perdido de la memoria de la humanidad, las piedras de Babilonia guardan el eco de rituales insólitos. No es necesario ser griego para que tiemble el suelo bajo los pies al recordar la costumbre de las mujeres babilónicas de cohabitar con extraños frente al altar de la diosa Milita. Un rito que, lejos de lo romántico, nos presenta una versión cruda del deseo humano y la entrega al cosmos.
Heródoto, el cronista de las antigüedades, dejó testimonio de este acto. Cada mujer debía, al menos una vez en su vida, ofrecerse a un extranjero, como si en ese intercambio efímero se sellara su vínculo con la divinidad. Para ellas, el templo no era solo un lugar de culto, sino el escenario de una ofrenda mística, donde el cuerpo se entregaba a lo sagrado.
La historia de la desdichada Milita y sus muchachas es mucho más que una anécdota antigua. Se trata de un relato impregnado de preguntas que resuenan hasta nuestros días. ¿Qué motivaba a aquellas mujeres a cumplir con este deber, esperando ser elegidas por la mirada de un forastero? Heródoto nos habla de un destino donde la belleza se convierte en maldición o bendición. Aquellas menos favorecidas podían pasar años enteros esperando la moneda de un extranjero, mientras otras, más afortunadas o deseadas, completaban el ciclo y regresaban a sus hogares, libres para siempre.
El acto de cohabitar con un extranjero, más allá de los tabúes y juicios modernos, era una ofrenda que trascendía lo físico. Era la unión de lo humano con lo divino, un encuentro donde los límites entre lo mundano y lo celestial se desdibujaban, dando paso a un vacío que solo la fe podía llenar. Aquí, tener celos no tenía lugar, pues la entrega era al cosmos mismo, y no a un simple hombre.
Nos queda, como imagen final, la diosa Milita, sensual y poderosa, observando desde su altar a aquellas mujeres que, en un acto de devoción, sellaban con su cuerpo el vínculo eterno entre lo humano y lo divino.